sábado, 31 de octubre de 2009

Vacaciones

Hace un par de días volví de unas vacaciones maravillosas.

Esa sensación de relax que se siente cuando todo el tiempo es para uno, cuando el disfrute es lo único que importa, cuando los horarios no existen excepto que proteste el reloj biológico es incomparable.

Caminar por calles desconocidas, perder la noción del tiempo y de la distancia es algo muy cercano a estar viviendo la vida de otro, no la de uno.

Y eso es lo que hace que todo en mi vida funcione perfecto en las vacaciones. Cuando eran en pareja, todos los problemas se escondían o disolvían en ese momento. Si estaba con amigos, parecía que las diferencias de gustos no existían y todos compartíamos el mismo patrón de diversión. Y aún viajando sola, la sensación de libertad es sublime.

Eso es lo más extraño. La libertad que gozamos en las vacaciones, es la misma que deberíamos gozar a diario, solo con una diferencia de disponibilidad horaria.

Pero no lo hacemos.

Que nos impide divertirnos con cosas banales aunque sea en el trabajo? Quien nos prohíbe conocer lugares nuevos si seguramente hay miles donde vivimos que ni los miramos? Porque dedicamos solo algunas semanas por año a disfrutar a pleno de la vida, y no lo hacemos todo el tiempo?

Y la respuesta es muy simple. De vacaciones, apagamos el cerebro. Olvidamos la mente. Actuamos con el alma, con el corazón. Solo salen nuestras ganas de disfrute. En ese momento, las frustraciones, las responsabilidades, todas aquellas cosas que no nos gustan de nuestra realidad actual parecen pertenecer a otra persona.

Por lo general, usamos las vacaciones para escaparnos. De la rutina, de los problemas, del stress, de las personas que no nos hacen feliz, del entorno que no nos llena…y funciona. Pero solo en el período de escape. O creemos que alejándonos nos podemos encontrar. Y eso sí que no funciona.

Cuando volvemos a la realidad, el choque es mayor. Sabemos lo que es bueno, lo que nos hace felices…pero no aprendemos a vivir de vacaciones. Y cuando volvemos a casa los problemas no se resolvieron solos, nuestro cerebro se vuelve a enchufar, y como acá ni necesitamos adaptador, lo dejamos encendido y ya no lo apagamos más.

Y ahí es cuando nuestra capacidad de disfrute desaparece. Cuando todo se convierte nuevamente en obligaciones. Y nos olvidamos de vacacionar a diario.

Es tan cierto que uno no se encuentra al escaparse, como dice Seminare, que seguramente si pudiéramos olvidar la mente, nuestro corazón diría que sí…