viernes, 6 de febrero de 2009

Aprendí a ser...

Hay una teoría muy interesante acerca del aprendizaje en adultos. Se hizo una investigación intentando encontrar que puntos tenían en común algunos genios como Van Gogh, Einstein, Dali, Beethoven...buscaron similitudes en edades, entorno familiar y social, educación formal e informal…y en nada había puntos en común, excepto en una cosa: ninguno de ellos tenía temor al ridículo. Todos habían tenido comportamientos atípicos para la sociedad en la que vivían y así desarrollaron sus habilidades naturales.

En base a esa investigación, la teoría dice que las personas comenzamos a aprender desde que nacemos, y lo hacemos completamente desinhibidos, preguntando y experimentando. Luego llega la época en la cual nos empezamos a relacionar con pares: niños de nuestra edad, ante los cuales empieza un juego de competencia. Nos damos cuenta que somos diferentes, y ahí comienzan las vergüenzas, y dejamos de preguntar y de experimentar, por temor al ridículo o porque el socialmente inaceptable…y luego también dejamos de jugar, que siempre es una forma de aprender.

Asi es como en la edad adulta es cuando menos conocimientos absorbemos, comparado con lo que pudiéramos seguir aprendiendo si fuésemos niños por más tiempo. Y esto se prolonga hasta la vejez, cuando ya sea por experiencia o porque estamos más allá del bien y del mal, podemos darnos el lujo de ser ridículos sin problemas…y volvemos a preguntar y a aprender.

Nos pasará lo mismo en el amor?

Si pensamos en como encaran los chiquitos las relaciones con los demás, la naturalidad con la que expresan sus sentimientos, cómo para ellos besar significa juntar labio con labio y te abrazan porque si, es para pensar si podríamos trasladar esa teoría al aprendizaje sobre el amor…

Será porque crecemos que dejamos de aprender y siempre cometemos los mismos errores? Que no nos animamos a experimentar situaciones nuevas? Que buscamos resultados distintos, pero haciendo siempre lo mismo, porque tenemos miedo de probar algo distinto? Que no preguntamos que siente el otro, y no expresamos lo que sentimos nosotros?

Siguiendo el mismo razonamiento, los condicionamientos sociales, la vergüenza ante lo que puede pensar el otro, el temor al ridículo, la lucha interna por querer demostrar muchas veces lo que no somos, pero lo que debemos ser…será eso lo que nos impide aprender a amar?

Por qué no podemos actuar naturalmente, expresar nuestros sentimientos, decir “te quiero hasta la luna” cuando se nos ocurre, jugar un poco más para aprender del otro?

Por qué somos tan adultos en estas cosas, y tan poco adultos en otras?

Será como dice Bryan White: “En realidad nunca crecemos. Sólo aprendemos a comportarnos en público”? Y si pudiéramos en ciertos momentos desaprender un poco?

Quizá el secreto está en animarnos a sentir como niños…si lo logramos, con la ventaja de la experiencia de lo ya vivido, posiblemente encontremos las puertas del paraíso…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ja!! ese soy yo... juro que eso es lo que pongo en práctica día a día. No es que me falte madurez.. los que me juzgan (me chupa) están fuera de foco... lo único a lo que le escapo es a la solemnidad, e intento poner en cada situación esa hipernecesaria cuota de humor "ingenuo" cuasi infantil como dicen los que creen que madurar es dejar de jugar con autitos... o cambiar el maquillaje tammy por lancome!! (o algo asi... que se yo!)